(Foto: El Comercio)

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Las truchas se hallan tan inmersas en el imaginario colectivo de las poblaciones de la sierra que se las cree tan peruanas como la papa, el aguaymanto o la maca. Son un plato típico porque se considera que nacen en las lagunas y que han compartido la magia y la fuerza de nuestras “cumbres nevadas”. Pero no. No son peruanas. En buena cuenta son básicamente un producto de la minería, pero más aún, no llegaron con fines alimenticios sino de recreación.

Su arribo se debe básicamente a dos personas: a J.R. Mitchell y B.T. Colleg. El primero peruano y el segundo fue un médico estadounidense, ambos trabajaban en la Cerro de Pasco Corporation e hicieron los trámites para importar huevos fertilizados de trucha que pudieran criar en alguna laguna o río cercanos a las operaciones de La Oroya y que posteriormente pudieran pescar.

Era el año de 1924, el primer intento fue un fracaso. Doscientos mil huevos fertilizados no resistieron el largo y movido viaje por mar; se incubaron y murieron antes de llegar al puerto del Callao. El segundo envío, en cambio, logró producir cincuenta mil alevinos que, una vez que alcanzaron los diez centímetros en el estanque creado en el campamento de la mina (al lado del club de golf de La Oroya) fueron arrojados al río Tishgo y al lago Chinchaycocha. Allí los dejaron, rezando para que soportaran la acidez y temperatura de esas aguas, y se reprodujeran para después pescarlos.

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La variedad de trucha introducida en el Perú fue la arco iris y, cuenta la leyenda, que fue la esposa de un superintendente, llamada Norman Etelly, la que capturó una trucha de seis kilogramos en un riachuelo bajo el puente Chulec, cerca al distrito de Paccha, que evidenció que las truchas habían logrado sobrevivir y conquistar Junín. Según explica la revista minera Energiminas, esta noticia llegó a oídos de Mitchell, quien seguía criando truchas de esta variedad en el estanque del campamento minero.

Fue Mitchell que en 1930 obsequió cincuenta truchas arcoíris a Juan Morales Vivanco, quien las llevó a Quichay, un poblado cercano al distrito de Ingenio, a orillas del río Chiapuquio. Vivanco sembró sus cincuenta truchas arcoíris, las alimentó y luego esperó que la naturaleza hiciese el resto. Esto sería básicamente el inicio del Centro Psicícola El Ingenio, ubicado en la provincia de Concepción en Junín.

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Tan bien se adaptó esta variedad de trucha a las aguas peruanas que en 1941, desde Ingenio, salieron veinticinco mil huevos de este pez hacia Puno, a la estación piscícola Chucuito. Muchos de esos embriones fueron sembrados en el sistema hidrográfico del Titicaca. Hoy, las truchas arcoíris, cuyo parentesco genético con el salmón está más que demostrado, ya han poblado varios ríos y lagunas de la sierra, y lo han hecho sin la intervención humana.

La resistencia y adaptación de la trucha, sobre todo en varias partes de las zonas andinas del país, ha permitido que se la considere como una fuente de recursos y se formen negocios productivos y sostenibles. Pero más aún, hoy Junín no es el principal productor, sino Puno. Hoy no solo se produce para consumo local sino para exportarla. Hoy se exporta a Finlandia, Rusia, Brasil e, incluso a Estados Unidos, cerca de 30 toneladas al año.

Hoy, la minería ha vuelto a poner los ojos en la trucha, pero no para motivar su pesca, sino para fomentar su reproducción y que se convierta en sustento futuro de las familias que hoy están siendo impactadas por la minería, cuando esta desaparezca de sus regiones. En ese sentido, muchos programas de responsabilidad social de las mineras han apuntado a la creación de empresas cuya fuente de ingresos sea la comercialización de truchas. Todo esto por una gran razón: hay un enorme potencial para aprovechar en su crianza, sobre todo por su potencial proteínico.

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Pero la trucha arcoíris, no solo está en el Perú, ha sido introducida a más de cuarenta y cinco países. Se alimentan de casi todo lo que se cruce por su camino: insectos, huevecillos de peces, otros peces y crustáceos. Algunos biólogos la han considerado perjudicial porque la trucha no convive con otras especies, es decir, en donde hayan truchas es difícil la crianza o desarrollo de otros peces.

La trucha no sólo se ha adaptado extraordinariamente a la naturaleza de nuestras aguas, sino incluso a nuestra manera de pensar y sentir. Se han peruanizado; ya nada de norteamericanas queda en ellas. Si los mineros que las trajeron las vieran hoy, probablemente no las reconocerían como la especie que aficionaban su pesca, sino que la verían como todos los demás peruanos, un pez cuyo hábitat siempre fue el Perú.

El Comercio