Foto: La República

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En junio del 2011, después de violentos disturbios en Puno,  uno de los últimos actos del gobierno de Alan García fue cancelar el permiso a Bear Creek para llevar adelante Santa Ana, un proyecto de explotación de plata en la frontera con Bolivia. Los representantes de la compañía canadiense se quedaron atónitos. Acababan de reunirse con la primera ministra Rosario Fernández, quien les aseguró que, pese a las protestas −que provenían principalmente de sectores externos al del entorno social del yacimiento−, sus derechos serían respetados. A diferencia de otras mineras con antecedentes de malas prácticas, Bear Creek no tenía un pasado vergonzoso con las poblaciones vecinas del proyecto ni con las autoridades de Energía y Minas. Mientras en otros lugares las asambleas  consultivas debían realizarse con protección policial, en Huacullani, la sede del proyecto, comuneros concurrieron pacíficamente a las reuniones, y en un clima de consenso aprobaron la  Audiencia al Estudio de Impacto Ambiental (EIA). Viviendo en extrema pobreza a  cuatro mil metros sobre el nivel del mar, de una agricultura de subsistencia, para ellos la mina era una oportunidad de vivir mejor. Pero igual Brear Creek fue inhabilitada.

El motivo estaba a la vista: el gobierno temió no poder controlar una escalada mayor de violencia. El 26 de mayo, comunidades aimaras convocadas por Walter Aduviri marcharon en forma vandálica sobre Puno. Saquearon e incendiaron locales estatales, haciendo del proyecto  Santa Ana un enemigo público para proscribir las industrias extractivas en la zona. Tres semanas después, manifestantes quechuas del norte del departamento, que protestaban por un proyecto ya desechado –la hidroeléctrica de Inambari−, tomaron el aeropuerto de Juliaca y dos de ellos murieron en un enfrentamiento con la policía. Circunstancias especiales habían permitido que Aduviri, a partir del liderazgo de un sector de los aimaras, tuviera un poder de movilización tan grande, coincidiendo con reclamantes de otros lugares del departamento.

Dos años y medio después estas condiciones han cambiado. Los dirigentes locales de la frontera que estuvieron contra Santa Ana tienen ahora otros intereses y el puré antiminero-étnico-ultraizquierdista que alimentó la protesta se ha diluido notablemente. Aduviri, ahora militante activo de un movimiento emparentado con aimaras bolivianos afines a Evo Morales, sigue siendo un opositor a la minería, aunque con menor poder de convocatoria y con un juicio penal pendiente por los desmanes producidos.

EL FONDO DEL LITIGIO

Lo que ha permanecido incólume es la descalificación de Bear Creek. Cuando, asustado, el gobierno dejó sin efecto sus derechos sobre las concesiones mineras, buscó cualquier motivo para justificarlo, pero solo era cuestión de tiempo que todo quedara en evidencia. El decreto supremo decía que, si bien la compañía obtuvo sus derechos regularmente, habían cambiado las condiciones. La compañía preguntó al Ministerio de Energía y Minas cuáles eran esas condiciones distintas. Bear Creek estaba segura de haber cumplido todos los requerimientos para producir, de acuerdo con las estimaciones, cinco millones de onzas de plata al año hasta el 2020. Tres dependencias del MINEM respondieron que no tenían informes ni antecedentes vinculados a la medida cancelatoria.

Finalmente apareció el argumento que se necesitaba para justificar la inhabilitación: un trámite, dijo después el MINEM, era irregular. Una autorización especial que el proyecto obtuvo en el 2007 por realizarse en zona de frontera se hizo a nombre de una persona natural, Karina Villavicencio, por entonces titular de la concesión. El MINEM arguyó que el verdadero propietario era Bear Creek. Mas la evidencia documental indica que la  única titular era Villavicencio. Bear Creek tenía una Opción de Transferencia de la concesión, que recién se haría efectiva –como ocurrió− luego de que el permiso para operar en la frontera hubiera sido concedido.

Que la Opción de Transferencia no otorga titularidad a nadie hasta que no se cumplan determinadas condiciones pactadas está rotundamente establecido  por el Tribunal Registral de la Superintendencia Nacional de Registros Públicos. De modo que la razón la tiene Bear Creek. El Tribunal lo dijo en un fallo del 2005 a raíz de la duda de un oficial de registro ante la operación entre Villavicencio y Bear Creek. Esto, que parece elemental al explicarlo, será el meollo de un litigio entre el Perú y la compañía si hubiera un arbitraje internacional.

DE DOCE A TRES DÓLARES

Una acción de amparo interpuesta por la empresa en el 2011 recién fue admitida un año después y hasta ahora vegeta en un juzgado. El Poder Judicial peruano no resolvió la controversia. Arbitraría el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), un organismo del Banco Mundial que resuelve conflictos entre gobiernos y nacionales de otros Estados. El TLC entre Perú y Canadá establece un plazo de 33 meses a partir de la ocurrencia de un hecho reclamable para el envío de una carta de intención que anuncie una demanda de arbitraje. Se cumple el primer trimestre del 2014. Iniciado el proceso, hay un plazo de seis meses para negociar, solo para ponerse de acuerdo en una indemnización. Una vez que Bear Creek envía la carta de intención, abandonaría el proyecto. Es lo que ocurrirá este fin de mes si las cosas no cambian.

Cuando le retiraron el permiso cada acción de Bear Creek costaba doce dólares. Después cayeron a menos de tres. Una empresa que valoraba US$ 1,200 millones cotiza ahora no más de US$ 300 millones. Lo menos que puede decirse de la posición nacional ante un litigio es que es débil. Pero hay otro lado de la historia.

Mientras Bear Creek afrontaba estos problemas con Santa Ana, comenzaba sus intentos con otra mina de plata ubicada también en Puno, en Corani, uno de los diez distritos más pobres del Perú. Era un yacimiento más importante que el primero y la inversión mayor, pero las condiciones políticas lucían imprevisibles. Sin conocer a Ollanta Humala ni a Nadine Heredia, enviando simplemente una carta de solicitud de entrevista, los directivos de Bear Creek obtuvieron una audiencia con el presidente, que a la postre resultó decisiva. Le explicaron a Humala que no solamente querían destrabar Santa Ana sino desarrollar Corani, que con una inversión de US$ 750 millones, la mayor hecha hasta ahora en Puno,  permitiría producir unas ocho millones de onzas de plata al año, convirtiendo al Perú en el primer productor mundial del metal.¿Qué faltaba? La licencia social.

−Quiero ver eso –dijo Humala−. Quiero ver cómo convencen a la comunidad, y después hablamos.

PUERTA POR PUERTA

Entonces empezó en Corani una actividad que podría considerarse ejemplar. De común entendimiento, el Estado y el sector privado construyeron condiciones para una información adecuada a las comunidades involucradas. Se creó en Corani una de las mesas de desarrollo que auspicia la Oficina Nacional de Diálogo y Sostenibilidad, en el marco de las cuales se estudian problemas locales para canalizar inversiones y programas del Estado y aportes de una empresa a la zona involucrada. En resumen, el Estado invertirá este año unos 34 millones de soles y la empresa 4 millones anuales durante los 23 años de vida de la mina en los proyectos concertados en la mesa. Uno de ellos quizá convierta al distrito en un fenómeno alpaquero internacional. Para convencer a los comuneros de las ventajas de su intervención, Bear Creek contrató vendedores en vez de sociólogos y antropólogos, como lo hacen otras mineras. Después de un periodo de adiestramiento en Lima, sus agentes empezaron a tocar puerta por puerta las viviendas de Corani, que tiene unos quince mil habitantes. Inicialmente reacios a la presencia de la empresa, los comuneros terminaron aceptándola, y en 2013 dieron su beneplácito al proyecto, cuyo EIA también está aprobado. No hay nubarrones en el horizonte de desarrollo de Corani, que comenzaría a construir el 2015. El problema sigue siendo Santa Ana.

Allí, a diferencia de las comunidades de Huacullani,  pobladores de la localidad vecina de Kellullo aún tienen una actitud hostil hacia el proyecto Santa Ana. La minera desea que se rehabiliten sus derechos y luego dedicarse a la tarea de convicción de los desconfiados. Puede haber violencia, un recrudecimiento de la prédica antiminera. Es un riesgo. Pero el Estado también podría intervenir en esta zona, teniendo en cuenta que dentro de pocos años se agotarán las reservas de estaño de San Rafael, acabándose también la mayor fuente de canon para Puno. Corani se prepara para ser la sucesora. Cada mes recibe a un miembro del gabinete o a un comité de funcionarios para ver los proyectos de desarrollo. Una delegación de Kellulo, el poblado resistente, que nunca fue visitado por un ministro,  ha viajado hasta Corani para ver con sus propios ojos cómo es la cosa. Ya es un avance. Siguen escuchando a Aduviri, pero podrían tener oídos abiertos para considerar otras opciones.

La República