Por: Thaís Avalos Vega, Asociada de Payet, Rey, Cauvi, Pérez Abogados.
Las sanciones administrativas como las que impone el Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA), constituidas por multas pecuniarias que pueden alcanzar hasta las 30,000 Unidades Impositivas Tributarias (UIT) para las infracciones más graves (equivalente en la actualidad a más de 160 millones de soles), han conllevado inevitablemente a un cambio de paradigma para las empresas sujetas al ámbito de competencia de dicha entidad. En ese sentido, el cumplimiento ambiental ha dejado de percibirse como una obligación residual para convertirse en el eje central de la gestión de riesgos corporativos.
Más allá del sinfín de discusiones que pueden surgir en torno a la determinación de los montos de las multas, el discurso que figura en el papel es que las sanciones administrativas no tienen un fin punitivo en sí mismo, sino que buscan disuadir al infractor de repetir la conducta en un futuro o, lo que es lo mismo, incentivar el cumplimiento de las obligaciones ambientales.
Bajo este enfoque disuasorio, la metodología de cálculo de multas vigente -que considera el beneficio ilícito, la probabilidad de detección y distintos factores de graduación- parecería contemplar los elementos necesarios para obtener multas razonables. Sin embargo, una revisión más detallada revela una serie de criterios ocultos detrás de la aplicación de la fórmula, que sugieren una desviación de la finalidad pedagógica de las sanciones administrativas.
Por ejemplo, en el cálculo del beneficio ilícito, el concepto de “periodo de capitalización”, en la mayoría de los casos se determina contabilizando el tiempo transcurrido entre la fecha de la supervisión y la fecha del cálculo de la multa. Ello implica que, en estricto, mientras más tiempo le tome a la autoridad detectar la infracción y, posteriormente, calcular la multa, mayor será el monto sancionatorio a imponer.
Esta interpretación arbitraria -que omite en su análisis los plazos legales de caducidad y prescripción- ha dado lugar a multas exorbitantes sobre la base de la contabilización de periodos de más de cuatro años. También ha derivado en resoluciones con multas superiores a las propuestas en el Informe Final de Instrucción, debido a que el cálculo de la multa se realiza en dos momentos distintos.
Por otro lado, los factores de graduación como la corrección y la adopción de medidas necesarias para revertir las consecuencias de la conducta infractora parecen haberse convertido en una mera formalidad. Bajo la excusa de que las conductas insubsanables no son susceptibles de ser corregidas y que sus efectos no pueden ser revertidos, el OEFA ha descartado la aplicación de estas atenuantes en la mayoría de los casos.
Tales restricciones carentes de fundamentos en la aplicación de los factores de graduación generan un efecto inverso al deseado: desincentivan el cumplimiento ambiental, en la medida que los administrados no obtienen beneficio alguno por haber adoptado las acciones necesarias para adecuar su conducta.
Otro punto crítico que no puede perderse de vista es el cálculo de los intereses moratorios tras la imposición de una multa. Si bien no hay una norma especial que establezca el momento a partir del cual se computan los intereses moratorios de la multa ante un escenario de interposición de un recurso impugnatorio, el criterio que viene aplicando actualmente el OEFA es que, bajo cualquier escenario, los intereses empiezan a computarse desde la primera resolución de sanción.
Esto implica que, incluso cuando el administrado obtenga una reducción del monto de la multa como consecuencia del recurso impugnatorio, los intereses se contabilizan desde el primer momento en el que se impuso la sanción. Esta situación expone a los administrados a un riesgo muy alto frente al ejercicio de su derecho de contradicción, por cuanto, en muchos casos, podría resultar más oneroso impugnar la sanción que pagar la multa dentro del plazo establecido.
A partir de las reflexiones expuestas, vale la pena preguntarnos si el cambio de paradigma al que hice referencia al inicio de estas líneas debe recaer solo en las empresas, o si también debe a extenderse a la propia autoridad ambiental, particularmente en la forma en que ha instrumentalizado la sanción como principal herramienta de la fiscalización ambiental.