A 4.700 m.s.n.m. existe una localidad que desaparece lentamente. Nacida por y para la minería esta actividad sellará también su inevitable defunción.
José Carlos Díaz Zanelli
Enviado especial
Dicen que a diferencia de la memoria, la nostalgia no depende de la voluntad. Un ejemplo de esta premisa es la historia de Morococha, un pueblo que va desapareciendo lenta y nostálgicamente.
Aunque da la impresión de que nadie los quiere ver, no son invisibles. En uno de los picos más altos de Junín, entre Ticlio y La Oroya, entre las cumbres nevadas y la contaminación minera, aún existe un puñado de 200 familias aferradas a su raíz.
Morococha es un pueblo que nació a 4.700 metros sobre el nivel del mar gracias a la minería y que hoy, a más de cuatro siglos de su nacimiento, está condenado a desaparecer por la misma actividad.
A primera vista parece una ciudad bombardeada del Medio Oriente. Más de la mitad del territorio son escombros en donde antes hubo casas que fueron compradas por la minera Chinalco. De las que aún quedan en pie, muchas tienen en sus fachadas una numeración que indica que ya están próximas a la demolición.
El resto de viviendas están habitadas por las familias que integran la resistencia.
Los dos colegios estatales del pueblo están en abandono, lo mismo que el centro de salud y la alcaldía. El pequeño humedal que da la bienvenida en la entrada de Morococha está contaminado con residuos de la actividad minera y acumula toda una sábana de basura que nadie quiere limpiar.
A esto hay que sumarle que el aire que se respira en la zona está cargado con una fuerte dosis de relave minero en polvo. Las plantas de tratamiento que rodean al pueblo no dejan de operar y eso genera un residuo que, en forma de polvillo, se ha expandido hasta alojarse en los pulmones de toda la población.
“Estamos alistando un proyecto que implica un monitoreo ambiental. Se han encontrado metales pesados en la zona”, advierte el nuevo alcalde de Morococha, Luis Arias Herrera, desde la frialdad de su despacho municipal.
VIVIR EN EL DESARRAIGO
Máximo Díaz tenía 14 años cuando llegó a Morococha en 1966. Por aquel entonces el pueblo vivía el boom económico que le ofrecían los campamentos mineros a su alrededor. En total, en las zonas aledañas a este pueblo son cuatro las compañías dedicadas a esta actividad: Pan American Silver, Volcan, Austria Duvaz y Chinalco.
Bajo esas condiciones, poner un negocio de cualquier naturaleza era rentable. Máximo Díaz se dedicó a la carpintería y, aunque ya casi no tiene clientes, su taller sigue funcionando en Morococha, en medio de escombros y desolación.
“Estamos sufriendo como si fuese un delito haber nacido acá”, se queja Máximo, mientras camina bajo una intensa lluvia. Él es además presidente del Frente de Defensa de Morococha y señala que no se opone a la gran minería, pero no acepta las condiciones que se le están ofreciendo.
Mientras tanto él sigue aguantando la vida en Morococha junto a su esposa y sus cinco hijos menores. La subsistencia en el pueblo, en que vive desde hace casi 50 años, es cada vez más difícil. Incluso en marzo del 2014 se les cortó el abastecimiento de luz durante 20 días y tras una serie de protestas lograron alargar el suministro hasta mayo de este año. Nadie sabe qué pasará después.
TRASLADO Y HUMEDAD
El problema de quienes hoy habitan Morococha es el traslado de los morocochanos. Resulta que debajo de donde siempre existió este pueblo duerme un gran yacimiento de cobre que será extraído por la minera Chinalco en el ambicioso proyecto denominado “Toromocho”. Para esto la compañía construyó un nuevo asentamiento a unos pocos kilómetros y donde hoy en día vive parte de la población.
Esta nueva ciudadela ha sido construida íntegramente con material noble y tiene avenidas anchas, con cientos de casas dispuestas a ser ocupadas. Pero, ¿cuál es el problema? Varios.
El primero es que este “Nuevo Morococha” ha sido construido en medio de dos lagunas y sobre lo que antes fue un pantano, por lo que la humedad no solo viene afectando las construcciones, sino la salud de los propios pobladores. Para corroborar el hecho basta con visitar las instalaciones del nuevo edificio municipal cuyas paredes rápidamente se están enmoheciendo.
El segundo problema es el pago que la empresa realiza por el metro cuadrado en Morococha. Los pobladores que aún no se han trasladado se resisten a aceptar los US$ 9 que la minera ofrece por cada metro. Y es que con ese monto difícilmente puedan comprar una de las casas del “Nuevo Morococha”.
EN EL ABANDONO
Así las cosas, la situación es de una precariedad total para quienes no se han trasladado. Sin instituciones públicas en la zona, Morococha se encuentra relegada al abandono.
Durante el día los únicos vehículos que atraviesan sus calles son las movilidades de Chinalco que transportan a sus trabajadores. Dicho sea de paso, cuando algún forastero –aunque se identifique como periodista– realiza un recorrido por Morococha, no le debe extrañar ser seguido a una distancia prudencial por los empleados de la minera. Y tampoco ser vigilado con binoculares desde lejos.
Para los morocochanos nada que venga de la capital es de buen augurio. La sensación generalizada es que la prensa y las instituciones del gobierno juegan en pared con los intereses de la minera. “A nosotros ya nos han engañado antes. ¿Está seguro, joven, de que usted no trabaja para Chinalco?”, pregunta una señora cuyo esposo labora para la minera. Ella prefiere no ser identificada para no arriesgarse a las represalias, pero sí accede a contar su historia.
Cuando se iniciaron los traslados al nuevo asentamiento, su familia fue una de las primeras en mudarse. A diferencia de la espaciosa casa que ocupaban en Morococha, se les asignó bajo renta un pequeño cubil de, asegura, no más de 50 metros cuadrados. A las semanas la humedad producida por el pantano sobre el que reposa “Nuevo Morococha” le generó problemas pulmonares de tal magnitud que tuvo que volver al pueblo antiguo.
Hoy en día ella vive junto a su familia hacinada en las instalaciones de lo que antes fue un colegio y hoy está invadido por una docena de familias que se han embutido en las viejas aulas y comparten un solo baño.
“Yo me tuve que regresar. En ese pueblo no se puede vivir, porque hay tanta humedad que ya me estaba muriendo”, sentencia esta pobladora.
COLOFÓN
Pese a las complicaciones que afrontan los pobladores de Morococha, no todos tienen una visión pesimista respecto a su futuro. Uno de ellos es el nuevo alcalde, Luis Arias Herrera, quien precisamente forma parte de los habitantes que aún han decidido no trasladarse.
Él asegura que el futuro de Morococha es su prioridad, pero reconoce también que el traslado hacia el nuevo asentamiento es una necesidad. De momento sus fuerzas están concentradas en lograr un acercamiento a Chinalco y así mejorar las condiciones de la reubicación.
“En un momento desprenderse de su tierra y su pueblo es bastante doloroso. Hay muchas personas con ese sentimiento, pero conforme han pasado los años y se han visto los problemas, vemos que está desolándose y destruyéndose. Tenemos que dejar nuestro pueblo, pero que por lo menos exista un resarcimiento”, plantea Luis Arias, quien antes de llegar a la alcaldía también integró el Frente de Defensa de Morococha.
La noche va cayendo sobre el pueblo. De las cimas de las montañas baja una densa niebla que se derrama por las calles y el frío alcanza cifras negativas. Morococha luce desolada, triste y vacía. Los perros abandonados buscan calor entre los escombros y las pocas casas que aún se mantienen en pie esperan el día en que serán derrumbadas. Como un desahuciado, aguardando la extremaunción, el pueblo se desvanece, ahí en las alturas, donde nadie quiere ir y bajo la nostálgica mirada de quienes no se quieren ir.
La República