Por: Rolando Luque Mogrovejo, Adjunto para la Prevención de Conflictos Sociales de la Defensoría el Pueblo.
Cada inicio de gobierno despierta la esperanza de que la política estará a la altura de los viejos y nuevos desafíos. En esta ocasión la pandemia le ha puesto a la agenda pública un gigantesco S.O.S. en la cabecera. No habrá un minuto que perder en salvar a la población de la pandemia e implementar un nuevo sistema de salud pública. También en rescatar al alumnado de estos dieciséis meses de “educación distante”, esforzada pero plana e incompleta. Y en hacer girar la rueda de la economía tan atentos al PBI y la inflación, como al empleo digno y mejores ingresos para los trabajadores.
Veo difícil, sin embargo, que estas urgencias, que se caen de obvias, sean atendidas con solvencia si no respiramos hondo y ponemos nuestras cartas sobre la mesa con el mejor ánimo. En una democracia nada realmente bueno y duradero se construye sin consensos. De modo que el diálogo político será una vez más el instrumento que ate los cabos sueltos que nos deja la historia antigua y la reciente. Porque de algo debemos estar seguros, los discursos y las jugadas políticas discurren por la superficie de la realidad; debajo hay fuerzas que siguen su curso, que se alimentan de la decepción y del fracaso, y que, dominadas por la impaciencia, llegado el momento, se expresarán de muchas formas.
La conflictividad social es una de esas realidades de las que hay que aprender. A pesar de que subsiste la idea de encapsular el conflicto social para “tratarlo” como un hecho aislado, lo cierto es que se entrelaza con el funcionamiento del Estado y del mercado (cada uno de estos recibe el 55.7% y 42.1% de las demandas sociales). En el corredor minero como en la Amazonía hay demandas persistentes por asuntos ambientales, prestación de servicios públicos, compensaciones económicas, reconocimiento. Y aunque los conflictos son escenarios en los que mueren peruanos y peruanas, caen gabinetes ministeriales y se impacta en la economía, no hay mucha consciencia de sus costos, de su influencia en la marcha de las sociedades y de las enormes lecciones que podrían dejar para quien quiera ver y escuchar.
En la actualidad son actores en los conflictos 537 organizaciones sociales, 318 entidades públicas y 73 empresas. Y se han presentado por lo menos 1303 demandas sociales cuyo desenlace depende de la diligencia con que se actúe en los 96 espacios de diálogo abiertos, según datos de la Defensoría del Pueblo. Un Perú en ebullición y, curiosamente, en la penumbra. La conflictividad social no entra del todo en el mapa de los intereses de los tres niveles de gobierno y de sus herramientas de gestión pública. Menudo problema pues un líder es ante todo un lector de realidades complejas, y si no es capaz de ver ese Perú, lo más probable es que su poder pierda horizonte y eficacia.
En la reciente campaña electoral, la conflictividad social no ha sido un tema de debate y casi nada se ha dicho de ella en los planes de gobierno. Y es que hoy como ayer, la gestión pública carece de una “perspectiva del conflicto” que introduzca un enfoque preventivo en la concepción y ejecución de los planes y programas de gobierno. Los objetivos pueden estar claros en las pizarras o en las matrices, pero si no se considera las expectativas o la percepción del daño que la gente tiene y su capacidad de movilización, todo se puede desbaratar en cuestión de horas. Gestionar el conflicto sin influir en la gestión pública puede terminar siendo un vano esfuerzo. Me temo que las lecciones que los conflictos dejan no están trascendiendo hacia las políticas públicas, quizá porque no hay evaluaciones en profundidad ni un canal de trasvase de información.
Las oficinas de gestión de conflictos que con esfuerzo se han ido ensamblando en estos años, deben dar un buen paso hacia el interior de las burocracias para que su lectura diaria de las demandas sociales, de las ineficiencias estatales y de la profundidad de las frustraciones de la gente, le den sentido de realidad al oficio de gobernar. En ese marco, es indispensable un pacto por el desarrollo con todas las actividades económicas, pero explícitamente con la minería, por la dimensión de su aporte y su circunstancia problemática. Al respecto hay dos documentos de urgente consulta, “Visión de la minería al 2030” fruto de un trabajo de representantes de la sociedad civil, empresarios y funcionarios, y el informe final de la comisión para una minería sostenible.
Si logramos vernos en nuestros propios conflictos, lo demás es organización y tecnología. El Perú no llega a su bicentenario dividido en dos como se ha simplificado, sino en muchas partes que solo el diálogo logrará unir.