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La empresa que aparentaba ser una compañía estatal modelo, en realidad, sufría de las mismas falencias de siempre.

No es inusual escuchar a políticos e intelectuales abogar por la necesidad de tener empresas estatales. Entre los principales argumentos para sostener esta necesidad suelen estar la importancia de consolidar “sectores estratégicos” o corregir “fallas del mercado”. Argumentos que siempre vienen acompañados por ejemplos supuestamente exitosos, entre los que figuran, paradigmáticamente, en el caso peruano, el de la empresa brasileña Petrobras. Siendo petrolera, además, Petrobras era un ejemplo que venía idealmente a mano para los defensores del multimillonario reengrandecimiento que se buscaba para Petro-Perú (y que se concretó en parte con la elefantiásica y mal justificada inversión de Talara). En el 2013, por ejemplo, un conocido economista defensor de este tipo de iniciativas escribía: “Varias de estas empresas públicas que hay en el mundo han tenido mucho éxito” y citaba como ejemplo de ello a Petrobras, mientras que el presidente de Petro-Perú decía que en Sudamérica había muchas empresas estatales petroleras eficientes como Petrobras.

Con el tiempo, sin embargo, el supuesto modelo de éxito de Petrobras se ha revelado como un ejemplo más de empresa estatal que de éxito tenía solo el cascarón: por adentro estaba siendo asaltada por la corrupción y carcomida por la ineficiencia, cuando no secuestrada para servir a una serie de fines políticos que nada tienen que ver con su aparente objeto social. De hecho, el escándalo que hoy sacude a Petrobras es uno de los mayores casos de corrupción de la historia reciente de Brasil y ha llevado a que Maria das Graças Foster, la gerenta general de la compañía y personaje muy cercano a la presidenta Dilma Rousseff, se viera forzada a renunciar este martes junto con otros cinco altos ejecutivos de la compañía.

Entre las principales acusaciones que se le imputan a los directivos de la empresa estatal se encuentran contratos en los cuales esta se habría coludido con constructoras para inflar precios o invertir en elefantes blancos (es decir, en grandes proyectos sin rentabilidad razonablemente asegurada, como el de Talara) que habrían sido diseñados de manera tan ineficiente que ni siquiera el propio gobierno del venezolano Hugo Chávez quiso invertir en ellos.

Por otro lado, existen, además, acusaciones de numerosos sobornos a militantes del Partido de los Trabajadores dentro de la administración, con el fin de acomodar procesos a su favor, así como de presuntos desvíos de fondos por parte de la compañía hacia la campaña política de la actual presidenta. Esos desvíos habrían bordeado ni más ni menos que 20 mil millones de dólares, aunque lo cierto es que, debido a la poca claridad que suele rodear este tipo de empresas, nadie puede determinar la cantidad con exactitud (la contabilidad de Petrobras era tan dudosa que la firma de auditoría PricewaterhouseCoopers se rehusó a firmar sus balances por falta de transparencia).

Se dirá, desde luego, que este tipo de escándalos se da también en empresas privadas, pero el problema es que en las públicas suelen ser la regla, porque las estatales están estructuralmente incentivadas para incurrir en manejos políticos, corrupción e ineficiencia. Y es que a las compañías estatales les falta precisamente aquello que, como dice el refrán, engorda al caballo: el ojo (y el riesgo y la tensión) del dueño. Nadie en particular se juega su capital en ellas y, por lo tanto, nadie en particular tiene incentivos para dedicar lo mejor de su trabajo, su energía y su atención a velar por ellas. Por otra parte, los burócratas, que al final tienen la última palabra sobre ellas, siempre saben que, en caso de pérdidas, está atrás el dinero público (que, en realidad, es dinero del público) para cubrirlas. Al fin y al cabo, ¿quién se atreve a ponerle un precio máximo a la razón –“el interés nacional”– por la que el Estado inicia estas empresas? Al mismo tiempo, sí existen abundantes incentivos en las compañías públicas para usarlas con fines políticos o para algunos otros más profanos. El interés principal del Gobierno no es tener utilidades, sino mantenerse en el poder y, muy a menudo, disfrutarlo también. No es por coincidencia que Petro-Perú, que bajo otros gobiernos fuese usada masivamente para emplear compañeros de partido e, incluso, para remodelar Palacio, bajo el actual ha pagado más de un millón de soles a un futbolista para que sea una cara de su publicidad y ha gastado decenas de miles de soles en masajes antiestrés para sus ejecutivos.

El Comercio