30-1.jpgLa hemeroteca de Richard Stoddart, miembro del Consejo Editorial de ProActivo, cuenta con una revista valiosa por su antiguedad y también por su contenido. En una acusiosa investigación, Stoddart halló las siguientes líneas que revelan cuál era la opinión pública sobre La fundición de La Oroya en 1936. La cita textual a continuación, proviene de la revista “Social”, cuyo lema era “La Revista para Todos”, en la edición número 135, que corresponde a Octubre de 1936. El autor es el Dr. Luis Alayza y Paz Soldán, distinguido abogado, economista, diplomático y escritor.

Bajamos a La Oroya, 3,726 metros. Esta ciudad es doble. Hay la parte antigua y la población nueva, bien trazada, que se iniciaron a principios de este siglo los yanquis. Se compraron una ciudad con todas sus casas, como si fuera de juguete.

No visitamos la Fundición gigante de los Andes; la planta más grande de la América del Sur, por que es de mañana y los famosos humos, aunque muy atenuados ya, producen dolor de cabeza, picor de garganta, ardor de ojos. Y porque le tengo tirria.

Estos humos, cargados de sulfuro y arsénico, envenenaron a una parte de la población autóctona. A los yanquis no, porque ellos hicieron su población residencial a dos kilómetros, en Chulec: una quebrada donde los humos no descienden. Asolaron los campos. Depositaron cenizas mortíferas, como en las plagas bíblicas sobre la tierra. Y como no están solos los humos, pues la fundición arrojaba al río aguas envenenadas y escorias vítreas semi-pulverizadas por la corriente, convertían en bisturís, invisibles de puro finas, que cortaban las entrañas del ganado.
En breve, la región agrícola fue algo peor que un inmenso cementerio: el campo de horror de todas las maldiciones fulminadas sobre los desgraciados indígenas, los animales inocentes y las pobrecitas plantas.
Pero cuando ya enojados los campos, desaparecidos los rebaños y reducidos los campesinos a la situación de Job, desvalorízase enteramente la región adquiriéndola los de la Fundición, con un puñado de cobres. Corrigieron los humos. Importaron ganado. Y hoy existe una floreciente industria agropecuaria, de propiedad yanqui. ¿Cómo se ha producido ese emporio? Eso es cosa olvidada, y de mal gusto recordarla.
Las revistas científicas de Norte-América, extrañan el salvajismo de los indios que no se apasionan por las dulzuras de la civilización.